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       Hablar en público es una actividad que podríamos llamar natural, pese a que, cuando la emprendemos, pierde toda naturalidad posible. Por más que concibamos la exposición oral como una experiencia propia del ser humano (todavía no hemos asistido a ninguna conferencia impartida por un elefante), cada vez que nos enfrentamos simplemente al proyecto de la ponencia, nuestro cerebro se interroga una y mil veces si seremos capaces de hacerlo, nos alerta sobre lo extraño del propósito y seguramente nos hará visualizar situaciones hipotéticas en las que nos enfrentamos a episodios de vergüenza, sensación de ridículo y de una profunda inadaptación a las circunstancias.

 

Es cierto que hay determinadas personas que manifiestan, sin que tengamos que dudar de su palabra, que para ellas no existen tales condicionantes. Como ocurre en todas las habilidades posibles de la condición humana, siempre encontraremos individuos más preparados que otros para cualquier actividad y la oratoria no es una excepción. No tenemos que dudar de ellos, repito. Recuerdo cuando hice una de mis primeras actuaciones en público, con once años, como un episodio absolutamente feliz en mi vida, en el que me dediqué a disfrutar del momento como el niño que juega por primera vez con el juguete que le acaban de traer los Reyes Magos: Estaba en un teatro de verdad y enfrente había público de verdad. Ambos eran mi juguete y a uno de los adultos que lo presenció le llamó la atención que ni estuviera nervioso ni tuviera miedo. Después llegó la pubertad, la adolescencia y demás etapas trágicas que transforman a un niño más o menos feliz en un inadaptado. Más tarde, con veintidós años, debuté como actor con una compañía semiprofesional y la secuencia resultó completamente distinta: sentía el peso de la responsabilidad (el trabajo grupal descansaba en el de cada uno de los participantes) y la complejidad de la tarea también me alejaba de la vivencia pueril con los juguetes. Por decirlo así, en el teatro había descubierto, parafraseando al genial Gil de Viedma, “que la vida va en serio”. También cabría añadir que esa labor que entonces desempeñaba era infinitamente más rica y compleja, más trascendente, y ese precio también había que pagarlo. El caso es que mi concepción de la tarea de exponerme delante del público cambió radicalmente y la visión infantil de la misma se quedó dentro de mi memoria como una etapa mítica, a la que tengo la esperanza de regresar algún día.

Sin embargo hay oradores, los menos, la verdad sea dicha, que se jactan de no padecer ninguna clase de miedo escénico, y desarrollan cada intervención en público con la misma naturalidad con la que mantienen una conversación en la cafetería de la esquina. Ya he admitido que incluso puede ser verdad. ¿Pero quién no está expuesto a sufrir un mal día? ¿Qué ocurrirá cuando un oyente malintencionado le haga una pregunta atravesada con el fin simplemente de desprestigiarle con protervas intenciones? ¿Y cómo sentirá después la idea de afrontar la siguiente intervención?

Quizá este amigo nuestro se vea en la misma tesitura en que me vi yo al afrontar la actuación años después de mi experiencia prístina.

No podemos esperar a adquirir el bagaje de un profesional que cicatriza heridas para encarrilar un proyecto de exposición oral. Una exposición oral siempre es un medio para conseguir un fin, no lo olvidemos, y la mayoría de nuestros objetivos tienen fecha de vencimiento. Por eso la actitud con la que afrontamos nuestro cometido debe ser algo premeditado, consciente, sin esperar a que las circunstancias cambien y tengamos el viento a favor. En otras palabras: hay que trabajar a pesar de que tengamos miedo a hacerlo.

Ese miedo, que ya ha sido catalogado como “miedo escénico”, según los más optimistas, y “pánico escénico”, según el resto, surge de una perversa distracción en el foco de atención con el que afrontamos los pasos iniciales. El instinto natural, anclado en etapas prehistóricas, en las que la mirada directa de un depredador suponía un peligro de muerte y exigía una respuesta inmediata (huida, lucha o sumisión), es el falso amigo que nos alerta de un peligro inexistente, a no ser que estemos hablando en una convención de mafiosos. Un temor infundado por un peligro inexistente que, no obstante, nos pone en estado de alerta y desencadena un impulso de huida, huida que sería la única respuesta posible en la recreación de tal conflicto prehistórico.

En ese caso la finalidad de la intervención también se desvía, igual que el foco de atención. Ya no se trata de desarrollar la comunicación concreta que motiva el acto, sino “acabar cuanto antes” y, si fuera posible, “salir airoso”. Es imprescindible asimilar de una vez y para siempre que ni el miedo ni la ansiedad, fuera de situaciones de peligro vital, jamás nos darán buenos consejos. Más que eso: nos conducirán al fracaso de una u otra manera. ¿Qué hacer entonces con el miedo?

La respuesta es tan sencilla como decepcionante: Nada.

Retomemos la cuestión del nuestro foco de atención al afrontar una intervención en público. Si dejamos que el miedo o la ansiedad nos lleven a condicionar nuestra perspectiva de la situación, de modo que por encima de todo atendemos a nuestros estados de ánimo, nos hundiremos cada vez más en el sufrimiento de quien siempre se siente desbordado por la situación.

Ahora viene la parte positiva: Que no se pueda hacer nada con el miedo, que sepamos con certeza que ese miedo nunca va a desaparecer (aunque sí atenuarse), no quiere decir que el problema no tenga solución. Una solución algo rocambolesca, pero eficaz. Debemos actuar con el miedo como si fuera un niño travieso a cuyo cuidado nos ha dejado la desaprensiva de su madre, con la que tenemos algún que otro interés… ¿Qué es lo único que se puede hacer con ese niño que no deja títere con cabeza, que nos limita tanto que no podemos avanzar en nuestro cometido? Mandarle “al cuarto de pensar”. Sí, una habitación que tenemos todos (y el que no la tenga que vaya pensando en hacer obra) dentro de nuestra conciencia. La habitación donde dejamos lo que no podemos eliminar, pero que tampoco queremos utilizar. Una vez que encerremos al mocoso con llave, el gaznápiro va a vociferar todo lo que esté en su mano, pero yo sé que no puede perjudicarme “porque solo le puedo escuchar yo”. Acto seguido me dedico a diseñar, estructurar, planificar y preparar mi conferencia hasta los últimos detalles. Esa es otra de las claves, de la que ya hablaremos.

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